sábado, 26 de junio de 2010

Dedicado a todos los jubilados y jubiladas.

Superados algunos problemillas de salud, vuelvo a escribir

LA FELICIDAD DE LO COTIDIANO
(dedicado a mi amigo Fernando, que supo saborear ésta felicidad en sus últimos años de vida)

Me desperté angustiado. Era mi primer día de trabajo y no sabía donde presentarme. Mas aún, recordaba que había quedado en ir el pasado jueves para una primera toma de contacto y, así, comenzar éste lunes. Permanecí en la cama, perplejo, hasta que un pensamiento se abrió en mi mente.¡Un momento!.Yo estoy jubilado. ¡No tengo que presentarme en ningún sitio!. Respiré aliviado. Todo había sido un mal sueño, una pesadilla.
Aguanté un poco más en la cama. A mi mente vino una frase leída en un libro muchos años atrás: “¡Levántese, caballero!, pues tiene grandes cosas que hacer”.
“¿Qué tengo que hacer yo? ¡Ah sí!, debo ir a la frutería, al supermercado y a la calle de los Libreros. Primero iré a la frutería y después al supermercado. La razón es bien sencilla, en la frutería las bolsas te las dan gratis y en el supermercado no. Las bolsas de la frutería las puedes utilizar en el supermercado.
Pensado y hecho. Me levanto, me aseo, desayuno, hago la cama y ya estoy en la calle.
No pensaba encontrar gente en la frutería, pero había bastante. Cuando termino me coloco en la cola de la caja. En ésta había dos señoras hablando con la dependienta, mientras les iba cobrando. Cuando terminaron, se quedaron charlando tranquilamente, como si no hubiese nadie detrás. Pasaron así unos minutos, hasta que se dieron cuenta que, parte de la compra de la una, estaba en las bolsas de la otra y viceversa. Transcurrieron otros minutos mientras colocaban las respectivas compras en las respectivas bolsas. Por fin se marcharon y otra señora ocupó su sitio. La cajera comenzó a cobrarla mientras esta señora hizo algo extraño. A medida que la cajera iba vaciando el carro ella lo iba llenando con más fruta y más verdura. Entre esta señora y las anteriores habían conseguido que el tiempo se ralentizara, se volviera más lento y se convirtiera en una desesperante sucesión de “ahoras”. Por aquellos días estaba yo leyendo una biografía de Einstein. En esos momentos tuve la certeza que la Teoría de la Relatividad no era de Einstein, sino de su primera esposa Mileva.
En fin, conseguí salir de aquel agujero negro y volví a casa. Una vez colocada cada cosa en su sitio y, con las bolsas de la frutería, volví a la calle y me dirigí al supermercado.
El super estaba tan poblado como la frutería. En uno de los pasillos se cruzó conmigo un señor tan obeso que nos quedamos atorados entre dos estanterías. ¡Y luego dicen que yo estoy gordo!. Una vez lleno el carro fui al sitio del pan. Estaba repleto de señoras que esperaban que el horno terminase. Una vez finalizada la cocción, la dependienta saco las barras del horno y las depositó en la estantería. Las señoras se lanzaron como leonas a tomarlo, sin orden ni concierto. Esperé prudentemente a que terminaran y entonces tomé el último que quedaba. Afortunadamente en la caja fueron rápidas y, al poco, estaba en la calle. Misma operación, coloque cada cosa en su sitio y de nuevo en la calle.
Me encaminé al Metro. En muy poco tiempo estaba yo en la estación de Callao. Siempre salgo por la boca de metro que da a un edificio con columnas en la fachada a pie de calle. Cuando yo era niño este local era una zapatería, Segarra creo que se llamaba. Ahora es una agencia de viajes.
Bueno, puesto ya en camino, atravieso la Plaza de Callao y voy bajando por la Gran Vía hacia la Plaza de España. La calle de los Libreros es una calle pequeñita situada a la derecha según se baja. Mientras camino me doy cuenta que han derribado uno de lo edificios. En estos días se conmemora el centenario de la Gran Vía, por lo que me extraña que derriben un edificio. Aunque, por otro lado, no sé de que me admiro, probablemente el arquitecto municipal es un talibán al que no importa que se derribe un edificio único, para construir en su lugar un armatoste de hierro y vidrio similar a otros muchos en todo el mundo. No puedo evitar acordarme de la terminal T4. Dicha terminal ha sido muy ponderada, al arquitecto que la diseñó le han dado un premio, pero, mi amigo José Luis, que trabaja más de 8 horas en dicha terminal, dice que es como estar en el infierno. ¡Bien por el arquitecto!, que nunca sabrá lo que piensa mi amigo José Luis de su terminal y que, por suerte para él, no formó parte del tribunal que le adjudicó el premio.
Ya estoy en la Calle de los Libreros. La recorro despacio, con una cierta devoción y respeto. De las antiguas librerías apenas queda una. La famosa librería de la Felipa esta cerrada. En los cierres metálicos han dibujado grafittis. Cuando yo venía por aquí, siendo estudiante, la cola salía por la puerta hacia la calle. La verdad es que allí te vendían los libros mas baratos que en el resto. Me acuerdo de la expresión que ponía la buena señora cuando te daba el precio, parecía que la ruina de su establecimiento era inminente y tú salías con un cierto remordimiento.
Me meto en la Casa de la Troya, la librería. Me detengo un instante en el umbral de la puerta. Nada ha cambiado en 40 años. El mostrador de madera alrededor de la puerta, las estanterías atestadas de libros, la mesa camilla detrás del mostrador, a la derecha. Hasta el dependiente me parece el mismo, con la misma bata azul. Avanzo hacia él y me pregunta, le digo el libro que quiero, identificando autor y editorial. Mientras desaparece en la trastienda, me quedo curioseando los libros. Hay de todo con una cierta inclinación a la derecha. Desde las obras completas de José Antonio hasta un libro de Unamuno, junto a otro de historia de la Legión. ¡Qué cosas!
Cuando el dependiente vuelve con el libro, me fijo más en él. Es igual que el que estaba hace 40 años. Probablemente sea su hijo. Me acuerdo de su padre porque una de las veces que entré, estaba hablando con unos chicos sobre el completo dominio de del clarooscuro que tenía Caravaggio. Mientras me da la vuelta del pago, trato de iniciar una conversación con él. Le pregunto por la Felipa. Me contesta que la cerraron hace 10 años. Le digo que yo de estudiante venía aquí y ahora venía a comprar los libros de mi hijos. ¡Natural!, me contesta. Los deseos de preguntar por su padre me los contengo al ver lo lacónico de sus respuestas. Aquí no hay nada más que hacer, así que me marcho.
Vuelta al Metro, ya estoy en casa. Afortunadamente no tengo que hacer la comida, por lo que puedo dedicarme a mis cosas. Lentamente me inclino sobre el libro de Vinogradov…….